Intentamos
hacer pie en la piscina del desastre mientras que todo a nuestro
alrededor cambia o simplemente se hunde.
Seguimos
esperando que algo que nos saque la piel de nuestro huesos, cuando en
realidad sólo nos rodeamos de negativas consoladoras, de
esperanzadas apresuradas y de límites infranqueables que no nos
permitimos pasar.
¿Por
qué nos aferramos a lo conocido?
Por
comodidad. Por excusa. Por cariño. Por miedo.
Y sin
saber nadar, nos codeamos entre tiburones que te sonríen sin piedad
esperando el ataque perfecto para destrozarte. Después tomarán una
copa de vino perfecta con tu sangre derramada por tu esfuerzo, pero
no importa, porque estás aferrada, enganchada a una luz intermitente
al final de tu túnel.
¿Y tú?
Intentando hacer pie en un suelo sin fondo, y nos ahogamos.
Nos
ahogamos tanto que la realidad nos consume, que los cambios nos
agobian y que, aún así, seguimos manteniendo el tipo, con la cabeza
pegada al techo, intentando coger aire para poder sostenernos sobre
el desastre provocado.
El
desastre, el que conformamos con nuestras acciones y pensamientos, el
que nos tira para abajo, el que nos aferra a la oscuridad más cruel
y a la soledad más abatida.
Eres
agua y a la vez tu propio salvavidas, y por si fuera poco, tienes que
seguir nadando, aunque no sepas, porque lo que realmente cuesta, es
lo que merece la pena.
Mientras
tanto, yo sigo andando de puntillas, con mi mochila a cuestas y mi
caminito de migas, para que todo siga manteniendo el equilibrio que
algún día conseguí.